Entre lágrimas, ella lavaba la mantita. No una cualquiera, sino la que el tiempo había ido deshilachando y remendando hasta recordar más a un despeluchado muñeco de trapo, que a la bonita toquilla que había sido. Cada zurcido, a pesar de su escasa destreza, y cada lavado, lo realizaba con un mimo especial, con la esperanza de que hubiese una próxima vez.
La mantita curativa, como la llamaba su hijo, era lo poco que guardaba de él. El único objeto, aparte de alguna foto y un metro flexible tronchado con restos de cemento, que recordaba su existencia.
Los recuerdos, en cambio, eran muchos. Recuerdos que perduraban después de seis años, recuerdos dormidos que le despertaban y desvelaban unas noches y que le reconfortaban y mecían en otras, recuerdos intermitentes, recuerdos que se desvanecían, como el sonido de su voz, y recuerdos que se hacían más intensos con el paso de tiempo y que le mantenían presente, tal vez a modo de bálsamo para soportar su ausencia o como un misterioso canal de comunicación con la eternidad.
A ella le gustaba recordarlo como un «JohnWayne», modo familiar y jocoso con el que se referían a él su madre y sus hermanos. Su aspecto físico, tanto de joven como a sus 63 años, cuando murió, se asemejaba mucho al vaquero más universal. También su forma de vivir: abruptamente, tiernamente, festivamente, honestamente.
Era reservado, pero generoso en sus afectos, familiar, gran cocinero, con una mano estupenda para los niños, amante de su trabajo, fiel amigo, de lágrima fácil -veía las películas de amor con un pañuelo en el bolsillo-, apasionado del western, y enamorado.
En una de sus últimas conversaciones entre padre e hija, le confesaba que ahora más que nunca estaba enamorado de su mujer. Confesión que a ella le resultaba desgarradora ahora que no estaba, a la vez que fantástica. Sobre todo cuando pensaba en su madre, su mujer, de quien aprendió cómo despedir a un gran vaquero.
No faltó de nada: amor, mucho amor del bueno; las canciones de su vida, el hilo conductor de una historia, la suya, marcada por las dificultades, la lucha, el apoyo incondicional, el trabajo, grandes dosis de ilusión y otros muchos sentimientos que durante un mes afloraron en aquella habitación de hospital y que hiceron de la despedida un momento duro, pero mágico. Hubo tiempo para un brindis final: «lo has hecho muy bien y en la eternidad nos encontraremos».
John Wayne ya no está, pero ella siente que sigue ahí. Otro vaquero del siglo XXI, con menos centímetros, más blandito, pero igual de bravo, Woody, le hacía, a los pocos días de su marcha, un guiño desde las profundidades catódicas y le tranquilizaba con un bonito mensaje: «sigo cuidando de vosotros».
Hoy es 9 septiembre, una fecha muy especial para ella, y también para mí desde hace seis años: la de un adiós, un hasta luego o hasta la eternidad. Y por mi padre, mi particular John Wayne, yo brindo.